Después de la Guerra Civil, en una España arruinada y dolorida, deseosa de olvidar y necesitada de mitos, se impone la figura de Manuel RodríguezManolete, sola y majestuosa.
Si como dicen algunos y practicaban Juan Belmonte y Domingo Ortega torear es cargar la suerte, Manolete no toreaba. El suyo era un toreo de líneas paralelas, él en una y el toro en otra, no había encuentro posible; pero era el más valiente, el más pundonoroso y el que mejor mataba.
Sólo dos toreros pudieron hacerle sombra, Pepe Luis Vázquezy Antonio Mejías Bienvenida, sevillanísimo e imaginativo el uno, clásico y abelmontado el otro, pero los dos sufrieron sendas gravísimas cornadas que les quitaron el sitio.
De este modo, sin rivales posibles, Manolete fue único, no por la excelencia de su toreo, sino por su prestancia, por la majestad y distinción que emanaba de toda su figura y porque, cuando los demás aún estaban sometiendo al toro, él ya le había pegado una docena de naturales, según le dijo en una ocasión a Domingo Ortega, un lidiador de sabor añejo:
«El mérito esencial de Manolete radicó en haber sido capaz de imponer una e idéntica faena a reses de variable juego» (F. Mira).
La suya fue la segunda innovación del siglo, la del toreo posmoderno, la que abre camino al "pegapases" que ignora las condiciones del toro, porque ya todos los toros son iguales.
Pero estaba tan solo y era tan absoluto su dominio, es tan voluble el público en sus pasiones y afectos, que en la temporada del 47 comenzó a reprocharle todo lo que antes le había ovacionado. Manolete se sintió más cansado que nunca y decidió retirarse. Pero antes acudió a Linares donde debía torear el 28 de agosto.
En quinto lugar salió Islero, de Miura, siempre Miura, negro entrepelao y bragao, que cortó y apretó en banderillas, y empujó luego por el derecho. Sin embargo, Manolete lo toreó por el derecho y le dio unas manoletinas "espeluznantes".
«Ya tenía en las manos las orejas... Pero entonces vino lo sorprendente. Manolo se perfiló a poca distancia del miura. Lio la muleta, arrastró el pie izquierdo y centímetro por centímetro fue clavando el acero en el morrillo del toro. Duró aquello demasiado. Se le vieron marcar todos los tiempos de la suerte suprema... El toro tuvo tiempo de prenderlo por el muslo derecho. Lo elevó un palmo del suelo y Manolete, girando sobre el pitón, cayó de cabeza. Cogida sin aparato. Quedó el espada entre las patas delanteras del miura...
«Fue él, Manolete, quien se dejó matar.»
(Ricardo García, K-Hito) |
Entonces comenzó la leyenda.